De bicicleta en fondo gris al art-deco bajo azul mediterráneo



Estas cuatro últimas semanas las he pasado dando vueltas.  Y me perdí entre agobio y emoción.  Este es un breve recuento de lo percibido.

Llegué a Copenhague bajo algo de lluvia, frío, viento y cielo gris.  Una ciudad costera como Santo Domingo.  Con gente alegre pero de incógnito.  Nadie lo sabe ni se ve.

Al salir de la estación de tren y caminar bajo la noche, cientos de bicicletas me asaltaron.  Estaban por doquier: estacionadas en las aceras a ambos lados de las calles, en la estación, en los bares, estaban siendo pedaleadas por las calles en vías especiales.  Incluso yo, estaba llevando mi bagaje remolcado en una bicicleta.  Al día siguiente fue lo mismo, y así cada día.  Bicicleta y más bicicleta.  En mi último día allí, bajo una mini-tormenta de nieve, decenas de jóvenes pedaleaban de forma decidida desde o hacia bares, casas u otros destinos.

En fin, la ciudad es pedaleable por doquier.  Y aunque no estuve sobre bicicleta nunca, caminé brevemente sus calles.  Con curiosidad exploré el centro y vi el Diamante Negro, la Ópera y el Concert Hall de Nouvel.  Vi las aspas de los nuevos molinos de viento sobre el mar, buscando un Don Quijote contemporáneo que intente luchar en su contra, que no sea un petrolero.

Más allá vi gente cantando, caminando borracha, turistas de alto y bajo calibre.  Reconocí, como si no lo supiera ya, que los bares irlandeses son siempre populares, y que son famosos porque se llenan de extranjeros que las locales pueden ligar.  Vi una mano de centros de bronceado y gente por las calles que lucen los euros gastados; gente que “brilla” como un huevo en un pajar.

Busqué en los supermercados las galletas danesas  que venden en cajas azules.  Esas que son una tradición en Santo Domingo y que no faltan en las canastas navideñas.  No las encontré, aunque creo haber visto una sombra de ellas en el aeropuerto a la salida.  Galletas varias sí; con mantequilla, pasas, azucaradas.  Todas, pero nunca envueltas en caja azul.

En mi visita de “trabajo” descubrí también que las agencias internacionales para el desarrollo son un gran juego de plaquita.  Las reglas existen pero al final se hace lo que le venga en gana, porque el sistema no es restrictivo.  No es un búnker; mas bien un helado de pistacho, verde para dar esperanza pero que se puede poner duro o blandito.
Al salir de la ciudad de La Sirenita, a la que no pude conocer, mi próximo destino era un lugar conocido: Niza, en la Costa Sur.


Esa bonita ciudad me recuerda el viejo Santo Domingo y Ciudad Nueva, con sus pintorescos edificios entre eclécticos, art-nouveau, art-deco, modernos y disparates.  Esta vez no fui interesado en edificios ya vistos, sino en ver lo que se mueve y cómo se mueve, en qué se mueve y cómo se mueve acá la querida querida. 


Sin querer queriendo, terminé caminando las esquinas del Boulevard Gambetta y la Promenade en la costa.  Escuché el francés que me desagrada ligeramente bajo la luz del sol día tras día en cada uno de los seis días.  Un atardecer, en la plaza del Ayuntamiento había una banda callejera sonando 6 tambores.  Me acerqué y quise bailar, pero estaba acompañado por la querida querida.  Al final no lo hice y seguimos caminando.

Otra noche fui a un bar cubano donde una banda afrancesada sonaba entre jazz, funk y reggae.  Mi espíritu gastado del cansancio pero relleno de papa, quesos y embutidos hechos al raclette revivió para bailar mientras otros muchos estaban sentados.  El sabor latinoamericano no se pega fácil y la gente puede mirarlo a uno como si con eso se pegara saber llevar la música.  Yo no soy bailarín, pero puedo decir que eso no se pega.  No es como el grajo.


Y así, pasándola tranquilo, bien, chévere en un país que no me gusta tanto por simples prejuicios, llegó mi hora de tomar el avión de regreso a Deutschland.  Pero antes de ir al aeropuerto tuve un desayuno en una heladería italiana que ofrece de todo y más allá.  Chocolate caliente, croissant y jugo de china mala.  Esa heladería es dirigida por uno de los muchos italianos que viven aquí por lo cercano que es y por la historia mixta del sitio.  El don tiene dos “Certificado de Honor” otorgado por la “Comité Nacional para la Protección y Promoción del Helado Artesanal” pegado en las paredes.  Qué pendejada!

Pero es así la ciudad, la mixtura, el negocio.  La temperatura iba subiendo y la hora se me acercaba.  A esperar el bus que nunca llega como marcado en el horario publicado en la parada –como es de esperarse en los países mediterráneos en sus costas.  Llegué y a hacer fila.

Con la rutina del quita y pone ropa del check-in me di cuenta de que hacía calor.  Primero un señor me agredió con su hedor solamente haciendo la fila.  Luego en el asiento 7D tuve la dicha de tener un turco jediondo a medias y que leía sobre la política turca.

Yo, que hace unos días terminé de leer “Me llamo Rojo” de Pamuk, no quise entrar en conversación.  Los turcos son como los dominicanos: le gusta el habladero.  Y como no soy albo me pueden confundir con árabe o turco y me hablan sin parar aunque apenas entendamos un quinto de lo que decimos.

Un paso tras otro regresé donde el oso tiene las uñas pintadas del mismo rojo que la lengua.  Pero pronto me voy otra vez donde el león toma la espada o abre un libro con su pata.


Todas las fotos dispuestas son de Niza.  Copenhague todavía en proceso.

Comentarios

Entradas populares